¡Clic!

¡Tic-tac!, ¡Tic-tac!, Ese repiqueteo constante que marca el paso del tiempo, llena la estancia del destartalado y caótico taller de relojería del señor Anselmo. «Todo es cuestión de acostumbrarse», asegura siempre que le cuestionan como puede soportar el repetitivo y desquiciante soniquete, procedente de las decenas de relojes que llenan las estanterías de su vieja tienda, donde hace años comenzó a trabajar junto a su padre.

            El primer reloj que tuvo fue el que dibujó en su muñeca siendo un niño. Desde aquel momento su pasión por los relojes fue en aumento. Se puede pasar horas examinando el engranaje de un reloj. Le maravilla el lento pero constante y preciso movimiento de las diminutas ruedas dentadas que en perfecta coordinación y como movidas por una mano invisible y mágica, son capaces de marcar algo tan efímero como el paso del tiempo y solo tangible mediante unas finas agujas.

            Comenzó a trabajar en aquel viejo taller siendo un chaval, como ayudante del mejor maestro relojero de la localidad y alrededores; su padre. Ambos compartían la misma afición y se pasaban horas entre aquel perturbador sonido, aunque para ellos resultaba relajante oír el paso del tiempo.

            Para Anselmo el ¡Tic-tac! ¡Tic-tac!, es el sonido que anuncia la muerte. «Cada ¡Tic! y cada ¡Tac! que pasa, son segundos menos de vida que tenemos para disfrutar», contaba a su padre cuando por diferentes situaciones había salido la conversación mientras trabajaban. «Son segundos menos de vida o segundos más de experiencia», argumentaba su padre desde un punto más optimista a su reflexión, para volver a sumirse en el silencio y en el meticuloso trabajo.

            La adolescencia y juventud la pasó entre relojes a los que debía «curar», como él imaginaba. Fantaseaba poniéndose en la piel de un cirujano que ante un moribundo reloj debía salvarle la vida al no funcionarle su corazón de metal. Con material especializado, precisión milimétrica y grandes dotes de amor y cariño, la gastada maquinaria del reloj que tenía entre manos, volvía a moverse, volvía a la vida gracias a él. Se sentía orgulloso de salvar de la chatarra a aquellos artilugios que formaban parte de su vida.

            Cada día al entrar al taller que ahora regenta su hijo, ya se siente demasiado mayor para estar al frente del negocio, Anselmo no puede evitar contemplar durante unos minutos su colección de Clepsidras. Los ha ido elaborando con sus propias manos desde que tiene memoria. Se siente orgulloso de ello. Los tiene de todos los tamaños y formas. Tras observar durante algunos minutos su colección de relojes de agua, va hacía su banco de trabajo, busca en el cajón su inseparable lupa, que encaja a la perfección en su ojo. No puede evitar que se le escape una sonrisa, al recordar cuando al principio de usarla le costaba trabajo mantenerla en su lugar. El más mínimo gesto hacía que se le cayese, lo que le ocurrió más de una vez y más de dos y de tres veces, provocando la ira de su padre que aseguraba que la lupa es una prolongación del cuerpo de un buen relojero.

            Con tantos años trabajando, la experiencia le ha llevado a granjearse una merecida fama que le precede, y de la que no presume, por su trabajo concienzudo y detallista.    

            Ante cada nuevo arreglo siente una mezcla de ilusión, pasión y responsabilidad.

            Hoy de mañana, un chaval de unos diez años ha entrado en el taller buscando el reloj que días antes había encargado su arreglo. Anselmo, queda paralizado ante la visión del chico en el quicio de la puerta del portal. Al joven le atiende su hijo que no deja de observar a su padre, sorprendido por su extraño comportamiento. Anselmo no aparta la mirada del niño que desconoce al recuerdo del viejo relojero, paga el arreglo de su despertador y sale del taller.

            Ya solos, y muerto de curiosidad el hijo de Anselmo quiere saber el motivo de por qué corren lágrimas por las avejentadas mejillas de su padre. Conoce su carácter taciturno y reservado y sabe que no le va a resultar fácil abrir su corazón y que le cuente lo que le sucede, pero ante su insistencia, Anselmo perdiendo la mirada en un punto cualquiera del taller, sin llegar a ver más allá que los recuerdos que es capaz de revivir en su cabeza convirtiéndose en espectador de su propia película, está decidido a contar su secreto. A pesar del paso del tiempo, el sentimiento de culpa aún muerde su conciencia por aquel suceso luctuoso que marcó su vida. 

            «Corrían los años 50, en una España en que la libertad era mutilada por la ideología de un solo hombre —comienza a contar a su hijo que abandona el trabajo que tiene entre manos para captar su historia con los cinco sentidos.

            Yo era un niño que corría por la España de la autarquía, donde existía la pena de muerte.  La próxima ejecución sería a un joven de apenas doce años, cuyo único delito había sido trabajar como repartidor de un periódico de distinta ideología al régimen. Antonio González Vergara, se llamaba, era conocido por todos como “Negrete”. El sobrenombre se lo debía a los tiznones de carbón que siempre llevaba en la cara por trabajar en la carbonería de su barriada.

            Él no estaba de acuerdo, como muchos otros españoles con lo que estaba pasando en el país en aquel momento, pero nunca se había metido en política, no quería meterse en líos.  Eran malos tiempos. El hambre, la miseria y las necesidades corrían a sus anchas por su vida, de modo que aceptó ese segundo trabajo de repartidor de periódicos por necesidad, no por afinidad política. Fue apresado, supongo que por algún chivatazo y llevado a la cárcel, donde tras darle una paliza de muerte para que confesase nombres de traidores, como los consideraban los afines al régimen, el fallo de la sentencia fue firme; «El 25 de abril, el reo será conducido a la sala de ejecuciones donde se le dará muerte a garrote, exactamente a las 0:00 horas». Apelando a la juventud del chico y por su parentesco con un miembro eclesiástico se solicitó su indulto, pero la fecha de ejecución se acercaba y el perdón no llegaba.

              El día de la aniquilación, en un último momento y a deshoras, a este taller de relojería, llegó el encargo de arreglar el reloj de la sala de ejecuciones. Se había desajustado y debía estar listo para la media noche. Yo, mandado por mi padre, fui el encargado de realizar el trabajo que determinaría la hora exacta de la ejecución de aquel inocente joven.

              Antes de salir del taller, mi padre me dio un último consejo de veteranía; «Acuérdate, cuando oigas el ¡Clic!, ya sabes que el resorte ha encajado perfectamente en la corona, quedando en su lugar exacto, de no ser así, la velocidad del reloj no corresponderá con la realidad».

              Han pasados los años, y he sido incapaz de olvidar el momento en que entré en aquella fría sala ocupada únicamente por una silla, de la que colgaban correas de cuero y la barra de hierro que el verdugo usaría como palanca en el momento oportuno, que hizo que el vello se me erizara. Estaba nervioso e intranquilo. Deseaba terminar la tarea y volver al taller, por lo que trabajaba a una velocidad inadecuada para tan minucioso mecanismo.

              Me temblaban las manos cuando la puerta situada a mi espalda se abrió y al girarme pude ver al joven preso custodiado por dos policías que le condujeron a su irremediable destino. Mi trabajo había terminado. Debía de abandonar la estancia, pero movido por la curiosidad agazapado y sin ser visto, pude ser testigo de lo que cambiaría el resto de mis días… ». 

              En ese momento Anselmo ha captado por completo la atención de su hijo que le mira sin perder detalle de la narración.

              « …Como ordena la ley, esperaron hasta la hora marcada para llevar a cabo la condena. Todos tenían la esperanza, aunque nadie se atreviese a hablar de ello, de que llegase a tiempo el ansiado indulto. Las manecillas del reloj se alinearon a las doce en punto marcando que había llegado el momento. En ese preciso instante el verdugo giró la palanca haciendo que el perno partiese el cuello de aquel inocente chico.

              Aún no había pasado un minuto del nuevo día cuando alguien entró con la diligencia que exigía el momento gritando que detuviesen la ejecución, el indulto había llegado. Ya era demasiado tarde.  Todos lamentaron que hubiese llegado a destiempo, todos… todos menos yo. Fui el único que se percató, al consultar mi reloj de pulsera, que el reloj de la sala, el que había ajustado, había adelantado. Un minuto después del asesinato mi reloj marcaba exactamente las doce de la noche. No daba crédito a lo que estaba sucediendo. En ese instante la angustia me envolvió, el miedo se apoderó de mí. En mi cabeza resonó la recomendación de su padre. Fue entonces cuando recordé que no había oído el necesario ¡clic!, para que todo estuviese perfecto. Entonces supe que había cometido un fatídico error con el que llevo viviendo desde entonces…».

              El hijo de Anselmo está consternado por la historia que acaba de escuchar y que desconocía de su padre. Jamás habría imaginado que escondía ese secreto que le estaba matando por dentro.

              Movido por la compasión busca en el bolsillo de su pantalón un pañuelo que alarga a su padre para que limpie sus mejillas llenas de lágrimas de pecado y remordimiento.

              Durante un tiempo imposible de determinar para ambos relojeros, por lo delicado de la situación, guardan silencio; Anselmo roto por el dolor y su hijo angustiado y ansioso por encontrar el argumento que consuele el malogrado corazón de su anciano padre, pero no lo encuentra.

              El taller de relojería continua en silencio, un silencio solo roto por los ¡Tic-tac! ¡Tic-tac! del inexorable paso del tiempo.

              Ahora es cuando el hijo de Anselmo entiende situaciones vividas que antes le resultaba imposible de comprender.

              Desde que empezó a trabajar con su padre, la exigencia de este siempre había sido desmedida. Por pequeño y nimio que fuese el arreglo, su padre de manera concienzuda examinaba una y otra vez el mecanismo del reloj cerciorándose de su perfecto funcionamiento antes de devolvérselo a su dueño.

              Su hijo siempre lo había achacado a la responsabilidad, compromiso y seriedad con que su padre se tomaba el trabajo. Ahora después de tanto tiempo es cuando ha descubierto el verdadero motivo de su comportamiento obsesivo.

              Su padre levanta la vista avergonzado por su ineptitud de aquel día, pero con la mirada limpia de quien se ha librado de una pesada carga. Durante unos segundos, padre e hijo se miran a los ojos como nunca antes había sucedido. Anselmo estrecha la mano de su hijo y asomando una ligera sonrisa a la comisura de sus labios, cierra los ojos por última vez.

              Ahora es su hijo quien llora ante la situación que está viviendo.

              Su padre había cometido un error que le persiguió durante años. Ahora por fin podría descansar su delicada conciencia.

            Su hijo se sumerge en un mar de lágrimas al recordar la frase más famosa y repetida de su padre comprendiéndolo todo; «La vida te enseña que de los fallos se aprende y de los errores se muere».